Es tan solo un adolescente, pero lleva 14 años trabajando. Vladi ahora es limpiabotas, pero también ha sido peón, albañil, montador de muebles y minero.
Hasta donde recuerda, siempre ha trabajado. Sin embargo, su trabajo más importante le tocó con apenas 13 años: ser el padre y la madre de sus cuatro hermanos pequeños y de sus dos primas. Es el cabeza de familia desde que sus padres desaparecieron, hace 6 años. En algún lugar estarán, dice Vladi. La madre se fugó. El padre está en una mina de oro en Perú, o borracho, no lo sabe muy bien. En cualquier caso, Vladimir Gonza Fernandes, de 19 años, lleva 6 sacando adelante él solo a su familia a base de muchos empleos y pocas horas de sueño.
Ahora ya no está solo en la tarea. Sus hermanos Henry, de 12 años, y Christian, de 15, trabajan en una fábrica de muebles y su hermana Sonia, de 17, despieza pollos en un matadero. Lizeth, de 14, se gana un sueldo como camarera y cuidando niños; y las pequeñas, Juana, de 7, y MarÃa, de 9, hacen pulseras. En total, Vladi y sus hermanos suman 32 años de trabajo infantil, 20 empleos en 12 sectores distintos.
Muchas personas consideran que el trabajo infantil es un delito, una plaga devastadora. Bolivia cuenta desde el año pasado con una nueva ley que ha espantado a muchos. La ley permite trabajar como autónomos a los pequeños a partir de 10 años y como empleados por cuenta ajena a partir de los 12. No es que antes todo el mundo respetara la prohibición, ni mucho menos. Tampoco es nada que no suceda en la India o Bangladés. En todo el mundo hay más de 168 millones de niños trabajando. Pero Bolivia, el paÃs más pobre de Sudamérica, ha sido el primero en plantear a la comunidad internacional una serie de preguntas provocativas: ¿tienen los niños derecho al trabajo? ¿Las organizaciones internacionales tienen derecho a prohibirles trabajar? Y la que quizá sea la más importante: ¿qué es una buena infancia? ¿Y a quién le corresponde definirlo?
Vladi vive en el asentamiento de RÃo Seco, cerca de La Paz, donde no llegan los carteros y rara vez la PolicÃa. Muñecos de trapo, colgados de una farola, saludan al visitante. «Es un aviso para los delincuentes -explica Vladi-. Al que roba aquà lo linchamos los ciudadanos».
¿Linchar? Le pregunto. «Lo rociamos con gasolina y le prendemos fuego. Aquà no hay policÃa, asà que nos encargamos nosotros».
¿También tú? «También yo. Todos los mayores de 18 años», dice. Y a continuación se hace él mismo una pregunta fundamental: ¿cómo es posible regular el trabajo infantil cuando no se es capaz de castigar los crÃmenes?
Vladi y sus hermanos viven en una habitación sin luz, que es al tiempo cocina, salón y dormitorio. Las chicas duermen en otra sala. La temperatura es de 7 grados, los niños llevan puestos jerséis de lana. Hacen las labores de la casa a primera hora de la mañana, antes de salir al trabajo; al colegio solo van por la tarde. En el plano laboral, su familia abarca todos los sectores. Vladi, limpiabotas, es trabajador autónomo, gana 5 bolivianos por cada par de zapatos, aproximadamente 70 céntimos. Sonia despieza pollos por 160 euros al mes, muy por debajo del salario mÃnimo. Los dos más jóvenes trabajan de forma ilegal en una carpinterÃa y ganan 80 euros cada uno. Las dos primas trabajan en casa 4 horas al dÃa, y los intermediarios les pagan 25 euros por cada centenar de pulseras. La familia gana 5000 bolivianos al mes, unos 70 euros. Todas las noches juntan su dinero y discuten si al final del año les quedará suficiente para una nevera, un radiador o para los estudios.
Hacemos las cuentas y les decimos que solo ganan 1,20 euros a la hora. Parecen sorprendidos. Ellos no lo ven asÃ, dicen. Están agradecidos por el trabajo. Es lo que les permite vivir. SÃ, pero ¿qué tipo de vida?
Vladi cree que la pregunta es arrogante. Para él, el trabajo es como un paraguas protector. «Nos salvó de que nos mandaran a un orfanato. Me ha dado dignidad y orgullo». Al final de nuestro primer encuentro nos quedamos con una frase tan contundente como dolorosa: «Todo lo que soy, lo soy gracias al trabajo infantil». Pero la cuestión es: ¿qué otra cosa podrÃas ser si no? «¿Si no? -pregunta-. No hay si no».
Acompañamos a Henry, el hermano pequeño, por las calles de RÃo Seco. Henry corta madera para hacer patas de mesas. Aquà no hay medidas de seguridad ni de protección, y por la noche Henry tose y escupe serrÃn y fibras de madera. «Es un empleo fijo», dice con orgullo. Su jefe le paga la mitad de lo que le darÃa a un adulto. Las patas para hacer mesas se las vende a un intermediario brasileño que a su vez las exporta a Europa. «Es un acuerdo bueno para todos». Se puede ver asÃ. O de otra manera: Henry es explotado para que los europeos puedan comprar muebles a precio de ganga.
En Bolivia, un paÃs rico en materias primas, vemos a niños trabajando por todas partes. En la ciudad minera de PotosÃ, nos encontramos con niñas de 10 años como Tania, que desmenuzan piedras. En La Paz acompañamos a Fredi, de 6 años, que limpia zapatos con su hermano mayor. En este paÃs trabajan 850.000 niños y adolescentes.
El sindicato infantil Unatsbo tiene su sede en La Paz. Allà nos hablan con orgullo de haberle ganado un pulso a Unicef. Creen que en el Primer Mundo tenemos opiniones prefabricadas. No se puede prohibir el trabajo infantil mientras haya familias en la miseria, dicen. Por eso, los niños deben organizarse para garantizar que les den un salario decente.
Cuando el año pasado pareció que el Gobierno cedÃa a las presiones de Unicef, los niños organizaron manifestaciones de protesta. Una de ellas fue dispersada con gases lacrimógenos; las imágenes causaron estupor en el paÃs. En ese momento, el presidente Evo Morales se implicó en el asunto. Este indio aimara trabajó de niño en los campos y como vendedor de helados. Morales invitó a los jóvenes al palacio presidencial. «Fue un sueño. El presidente nos prometió su apoyo: los niños podrÃan trabajar a partir de los 10 años». Un organismo de Naciones Unidas era doblegado por niños limpiabotas.Bolivia parece seguir una senda propia. Este Estado andino aprovecha cada oportunidad para reafirmar su carácter indÃgena. Las materias primas ya no son propiedad de multinacionales, los valores no los dicta Nueva York ni Ginebra. «El trabajo -dice Jorge Domic- es un punto central de nuestra concepción que como nación indÃgena tiene de sà misma». Domic está detrás de la nueva ley, lo que lo convierte en el enemigo número uno de Unicef. Nos recibe en la sede de su organización de ayuda a la infancia, Fundación La Paz, en el centro de la capital. Jorge Domic, psicólogo, está convencido de que la legalización es una expresión de soberanÃa, un redescubrimiento de los valores andinos. «El trabajo es una parte natural de los aimaras y los quechuas. En su cultura hay 125 formas distintas de trabajo, y ninguna de ellas tiene nada que ver con sufrimiento u obligación, como en Europa. El concepto indÃgena abarca la formación del ser humano como un todo, los niños colaboran en el trabajo de la familia de una forma acorde con su edad».
Puede ser, le contestamos, pero la mayorÃa de los niños son objeto de explotación. «Por eso la nueva legislación excluye el trabajo nocturno y en las minas -responde-. Pero la imagen europea de que a los niños se los engaña no tiene nada que ver con la realidad boliviana. Además, visto el estrés escolar que hay en Europa, ir al colegio también se puede considerar un trabajo intelectual exigente».
El director de Unicef en Bolivia, Marcoluigi Corsi, admite la derrota. Los niños han vencido a la organización en defensa de la infancia, dice Corsi. Reconoce que, a un niño, ayudar a sus padres con su trabajo puede hacerle feliz, «pero ningún menor tendrÃa que verse obligado a trabajar».
Todos se muestran muy firmes en su forma de entender el asunto: Unicef ve el trabajo infantil como la vulneración de un derecho; la Organización Internacional del Trabajo, como un delito; Bolivia, como parte de la cultura del paÃs... y Vladi, como tabla de salvación.
Al final del dÃa vemos con Vladi la cara más oscura del trabajo infantil. Ha salido a dar una vuelta con unos amigos: Cholo, que no deja de aspirar pegamento, y James, que acaba de escapar de una relación laboral esclavista. Vladi nos cuenta que él también sufrió abusos. Una empresa le explotó durante 3 meses y luego no le pagó. Con la luz del atardecer, Vladi parece mucho mayor de lo que es, agotado por la vida. Es ahora cuando pronuncia una frase propia de un hombre de 65 años: «Ya no puedo más».
Hueles a pegamento y alcohol, le digo. Su mirada es de tristeza. «Tengo recaÃdas -admite-. A veces me hundo durante un par de dÃas, aspiro pegamento y bebo. Mis hermanos me llaman y me suplican que vuelva a casa».
De repente, las lágrimas asoman a sus ojos. Nos vamos a otra habitación para que los demás no le oigan. Dice: «A veces soy débil, pero no lo muestro delante de mis hermanos». Durante un instante aparece ante nosotros como lo que en realidad es: solo un chico.